Las sombras se extendían, devorando los últimos rayos de sol, y el aire del atardecer se volvía fresco y cortante. Svetlana, con la espalda apoyada en la áspera corteza de un viejo roble, observaba el final del día en el patio con una envidia silenciosa y dolorosa. Para todos los demás, era una tarde común y corriente, ruidosa y un poco cansina. Para ella, era un ritual diario de despedirse de un mundo al que no pertenecía.
«Mishenka, cariño, no llores, volveremos mañana», lo persuadió una joven con voz tranquilizadora, levantando sin esfuerzo al pequeño regordete con un mono de osito. El niño se secó las mejillas húmedas con sus pequeños puños, murmurando algo incoherente mientras se aferraba al cuello de su madre. Sveta lo vio cerrar los ojos con fuerza, hundiendo la cara en su abrigada chaqueta, y sintió un dolor sordo y familiar en el pecho.
—Kolya, date prisa, papá espera. ¡Salió temprano del trabajo hoy! —insistió otro, ajustándole el sombrero torcido. Su rostro se iluminó con la ilusión de volver a casa, una cena caliente y el abrazo de su padre. Sveta imaginó la escena: el resplandor de la lámpara sobre la mesa, el vapor saliendo de los platos, risas… una imagen de la vida de otra persona.
—Katyusha, cariño, ¡mañana seguirá habiendo arena, te lo prometo! Volveremos a hacer pastelitos, y esta noche hornearemos unos de manzana, ¡tal como te gustan! —añadió una tercera, tomando la mano de una niña con dos coletas graciosas. Dudando un momento, la niña puso su pequeña palma en la mano de su madre.
Sveta mantenía la distancia, manteniéndose en la sombra. A sus ocho años —o quizá ocho y medio, hacía tiempo que había perdido la cuenta— se sentía como una vieja entre los niños amantes de la arena. Pero sobre todo, recordaba la dolorosa lección: meses atrás, se había atrevido a acercarse. Los niños la habían recibido con los brazos abiertos. Sus juegos —primitivos, ruidosos, basados en mundos imaginarios— eran un bálsamo para su alma herida. Por un instante, olvidó que era una forastera.
Pero las madres lo notaron. Primero miradas cautelosas, luego susurros, y finalmente, una mujer vigilante de rasgos afilados se acercó con decisión.
—¿De quién eres hijo? ¿Qué haces aquí? —su voz sonó como un látigo.

Sobresaltada, Sveta murmuró algo incoherente.
¡Vete! ¡Mírala! ¡Qué sucia! ¡Una callejera! ¡Seguro que tiene piojos… o tiña! ¡Ni se te ocurra acercarte a nuestros hijos! El coro de voces indignadas se unió a ellas, empujándola. Corrió, sin ver, y se escondió entre los densos arbustos de lilas. Allí, en la oscuridad espinosa y polvorienta, lloró hasta quedarse sin fuerzas. Las lágrimas corrieron día y noche, convirtiéndose en sollozos silenciosos y amargos. Desde ese día, solo observó, desde lejos.
Una vez, hace mucho tiempo, y no como un recuerdo, sino como un sueño lejano e inalcanzable, tuvo una madre. Vivían a las afueras de un gran pueblo, en una pequeña casa que olía a pan fresco y menta seca. Su madre era su universo: cálida, amable, infinitamente cariñosa. Una caricia podía ahuyentar cualquier miedo, y sus nanas eran hechizos mágicos que ahuyentaban a los monstruos de debajo de la cama. Pero el universo se derrumbó de la noche a la mañana. Su madre enfermó, la llevaron a un hospital de la ciudad y nunca regresó. Svetlana no entendía la palabra «cáncer», pero nunca olvidó su escalofriante sonido ni las miradas compasivas de los vecinos.
Su tía Olya, hermana de su padre, la acogió; una figura fantasmal de la que su madre apenas hablaba. La tía Olya olía raro, acre y desagradable, y su presencia alternaba entre una dulzura empalagosa y una agresividad brutal. Svetlana, instintivamente, no quería ir con ella, pero la tía le susurró: «Llora o pórtate mal, y te arrepentirás». Svetlana pronto comprendió lo que eso significaba.
En el apartamento de la tía, impregnado del hedor a tabaco y la humedad, solo se quedaba el tiempo necesario para gestionar los trámites y la prestación por fallecimiento. Una vez que recibía el dinero, el interés de la tía se evaporaba. A menudo, Svetlana volvía y encontraba la puerta cerrada y a la tía desmayada y borracha. En una ocasión, un vecino intervino, armó un escándalo y amenazó con llamar a la tutela o a la policía.
Después de eso, la castigaron severamente y le prohibieron salir durante dos días. Un día, cuando su tía se quedó profundamente dormida después de cobrar la prestación, Svetlana empacó sus escasas pertenencias en silencio y se escabulló para no volver jamás.
Vagó por las calles de una ciudad inmensa e indiferente; los meses se convertían en noches frías y hambrientas. Aprendió a mendigar comida solo a ojos amables, a esconderse de las autoridades y los adultos curiosos, y a encontrar rincones relativamente seguros para dormir. Sobre todo, aprendió a ocultar sus lágrimas, que caían silenciosas por la noche, drenándole el alma, mientras que por la mañana se obligaba a sonreír: a sí misma, a los transeúntes, al mundo.
Cuando la soledad se volvía insoportable, se retiraba a un rincón escondido y tarareaba la canción de cuna que le cantaba su madre: una melodía extraña y sobrenatural, que transmitía un toque de calidez y seguridad. Su madre decía que la había heredado de su propia madre, quien provenía de tierras lejanas, casi de cuentos de hadas.
Cuando los últimos niños salieron del patio, Svetlana salió de su escondite. Se columpió brevemente en los columpios chirriantes, se deslizó por el frío tobogán metálico, tembló con el frío de la tarde y caminó hacia un edificio cercano, semiderruido, un antiguo dormitorio donde solían dormir los fugitivos.
Al bajar las escaleras heladas y llenas de escombros, sintió el peligro. La puerta estaba abierta de par en par; voces extrañas resonaban en el interior. Linternas iluminaban el oscuro interior. Su corazón dio un vuelco: ¡la habían descubierto! Huyó instintivamente, lejos del lugar, lejos de la amenaza de ser devuelta con la tía Olya o del orfanato, que la aterraba igual de.
Sus piernas la llevaron a través de terrenos baldíos, pasando junto a garajes, hasta un antiguo cementerio de la ciudad: un refugio sombrío pero relativamente seguro. Muchos de sus conocidos encontraron refugio temporal entre las tumbas. Los altos monumentos, las densas coníferas y el aire general de olvido ofrecían mejor protección que cualquier muro.

Sin aliento, entró, aminorando el paso. Reinaba el silencio, roto solo por las distantes y fantasmales ruedas de un tren. Su pie tropezó con algo duro y liso; retrocedió y vio un rectángulo negro: un teléfono inteligente.
Lo inspeccionó y lo encontró funcional, con la batería aún cargada. Los iconos vibrantes, el fondo de pantalla cósmico… todo era hipnótico. No se atrevía a llamar a nadie todavía, simplemente contemplando este trocito del mundo «normal».
Entonces sus ojos se posaron en un nombre: “Mamá”.
Su corazón dio un vuelco. Sonrió entre lágrimas, pues siempre había creído que una madre significaba bondad. La tía Olya y las demás mujeres crueles eran aberraciones. Una verdadera madre no podía ser cruel.
Con dedos temblorosos, pulsó el botón de llamada. Timbres largos, y luego… música. La nana, pura y familiar, sin acompañamiento, fluyó por el teléfono. El tiempo se detuvo. Las lágrimas corrieron silenciosas pero poderosas. Entonces, una cautelosa voz femenina:
¿Hola? ¿Vanya?
Svetlana sólo sollozaba, presionando el teléfono contra su mejilla húmeda.
La voz de la mujer se suavizó: «Cariño, ¿por qué lloras? No es Vanya. ¿Quién es?»
“Yo… yo… encontré tu teléfono…” tartamudeó Svetlana.
Este es el teléfono de mi hijo Vanya. ¿Dónde estás, cariño? ¿Dónde lo encontraste?
“En el cementerio…” susurró, triste y espeluznante.
Quédate ahí, ya iremos. No tengas miedo; me quedaré en la línea.
Sus sollozos estallaron de nuevo. El teléfono la guió hasta un lugar seguro. Pronto, un hombre y una mujer aparecieron de la oscuridad, acercándose con cuidado. La mujer estaba pálida, con los ojos abiertos y llorosos, pero algo en ella le recordó a Svetlana a su madre.
Ella estaba envuelta en un abrigo cálido y un suave abrazo.
—Tranquila, pequeña —dijo la voz del hombre—. Estás a salvo. ¿Estás sola?
—Sí —susurró—. Es que… no tengo casa. Y tú… te pareces a mi mamá…
La mujer, Karina Serguéievna, asintió, abrumada. El hombre, Vanya, la cargó con delicadeza, como la madre que había visto una vez en el parque.
En la gran mansión a la que llegaron, Svetlana conoció a la tía Tanya, acogedora y perfumada con vainilla y repostería recién horneada. Todos allí conocían y querían a su madre.
Esa noche, limpia, alimentada y con un camisón perfumado por el sol, Svetlana yacía en su nueva cama. Karina Serguéievna se sentó a su lado, tomándole la manita.
—Svetochka, necesitamos conocernos de nuevo. Creo que soy tu abuela —dijo en voz baja.
—¿En serio? ¿La mamá de mamá? —preguntó Svetlana con los ojos muy abiertos.
—Sí, querida. Soy la madre de tu madre. Y Vanya es tu tío, su hermano menor. Te lo contaré todo —susurró Karina, mientras la primera sonrisa sincera de Svetlana en años se dibujaba en sus labios.